sábado, 18 de julio de 2015

El himno del privilegiado y la miope

El recipiente de vidrio en el que mi mamá llevaba su almuerzo se había caído abruptamente, deshaciéndose en mil pedazos. El cuchillo que estaba cortando hígado había cortado inintencionalmente un pedacito de pulgar. La blusa rosada había estado a segundos de quemarse bajo la plancha.

Mary Condori se levanta todos los días antes de las cuatro de la mañana para cocinar la comida en su casa. Toma un micro ya más o menos lleno a eso de las cinco, y llega a la puerta de mi casa a más tardar a las seis y diez. Su vida es parecida a la de los otros nueve millones de vidas que trascurren en Lima, pero dos días antes le había sucedido una tragedia doméstica: su perrito se había perdido.

- Bonitas botas. –dijo Dom.
- Gracias. –respondí. Subí al carro, cerré la puerta y volteé a mirarlo. Nos acercamos para darnos el beso de saludo protocolar y volvimos a nuestros sitios.
- Pensé que ibas a usar la blusa rosada. –dijo él.
- Tuvo un accidente.

Dom y yo estábamos yendo a una parrillada en Cieneguilla, en la sierra chic de Lima. Uno de sus amigos, que casualmente tiene caballos, la estaba organizando por no me acuerdo qué. Dom estaba con el pelo cuidadosamente desordenado, una camisa a cuadros azul claro, tradicionales pantalones beige y zapatos marrones. Yo estaba con mis botas negras hasta la rodilla, una faldita negra, chompa color hueso y el pelo más largo que he tenido en años. La radio sonaba, Dom cantaba un poco y yo sonreía mientras intentaba olvidar el hambre.

Súbitamente un carro nos cerró en la avenida.
- ¡Cholo de mierda! –escuché. Pasamos el carro, bajé las manos y las apoyé en mi regazo. No hubo otros inconvenientes para llegar.

Cómo Dom y yo habíamos vuelto a hablarnos había sido muy típico de la forma de ser de los dos. El Dr. Dominic Stier, cirujano joven y exitoso de la Clínica Santo Tomás (la mejor clínica de Lima) estaba pasando visita a uno de sus pacientes, escribiendo en la historia clínica con una pluma elegantísima que comunicaba sin vergüenza al todo el que la viera cuánto dinero tenía su dueño. Yo, cubriendo a uno de mis profesores ahora vueltos amigos, había ido a pasar visita a un paciente suyo y estaba acercándome al counter para hacer mi nota cuando escuché por lo bajo un “carajo”.
- ¿Qué fue? –pregunté, como si sólo hubieran pasado dos horas de habernos visto y no cuatro años.
- Se me acabó la tinta. –dijo, levantando la vista. No había necesitado verme para saber quién era.
- Toma. –dije, sacando mi pluma de veinte soles de mi bolsillo y extendiéndosela. La cogió.
- ¿Tienes algo que hacer en la noche? –dijo, bajando la vista de nuevo a su historia.
- No.

Fuimos al Tanta del Real Plaza y cada uno se pidió un chilcano. Él estaba con una camisa blanca y una corbata lila, su saco negro colgado en el respaldar de su silla, su muñeca izquierda reluciente con un reloj precioso. Yo estaba con un pantalón y ballerinas beige, polo blanco, collar de perlas y mi saquito azul marino; se me veía bien. 
- Terminaste con Leo. –empezó.
- Hace tiempo. –dije, tomando un sorbo. Hacía mucho que no pensaba en él.
- ¿Qué fue?
- ¿Qué sabes? –Dom sólo estaba tentando el terreno. Era obvio que sabía.
- Por ahí me contaron que había sido por un tema de racismo.
- Marcelo. –concluí.
- Él fue el que te contó lo de Camila, ¿no?
- No. –mentí.
- No tienes que cubrirlo, ya pasó mucho tiempo. –dijo, con un tono admirativo en su voz.
- Sí fue cierto lo del racismo, por lo menos hasta donde yo sé, pero también hubo un traslape al final.
- ¿Tuyo o suyo?
- Suyo. Pero no me quejo, o sea, igual no era una buena relación.
- Si no te molesta que te saque la vuelta es que tú también fuiste infiel.
- Técnicamente nunca estuvimos. –dije. Dom soltó una carcajada muy varonil.
- ¿Otro chilcano?
- Sí.

Chilcanos, alitas, comentarios sobre la boda de Marcelo a la que ninguno había sido invitado, la conversación era igual de cómoda que cuando estábamos los dos en scrubs, las piernas levantadas en sillas, evolucionando a nuestros pacientes.
- Pensé que te ibas a ir a USA. –dijo.
- Yo también. –lo miré sonriendo. Entendió.
- ¿Después de que termines vas a venir a la clínica?
- Puede ser. Primero tengo que terminar.
- Necesitamos un psiquiatra residente, por lo menos. Tres sería ideal. Dirección médica está desesperada pero tampoco podemos meter cualquier cosa.
- “Podemos”. –repetí. El papá de Dom es accionista de la clínica.
- Sigues igual de joda. Más flaca, pero igual de joda. –paró y se miró a sí mismo. – ¿Y yo? ¿Cómo sigo?

Dom ya era guapo cuando lo conocí, del tipo aristocrático, delgado, longuilíneo. El tiempo sólo lo había vuelto más hombre, más cuajado.
- Guapísimo. –respondí en honestidad. Sonrió satisfecho de sí mismo.
- Por lo menos no te ha aumentado la miopía.
- Error, me aumentó.
- ¿En serio?
- Sí, soy un topo.
- Tampoco es que hayas sido un lince antes. ¿Cuánto estás?
- 6.5 y 4.5
- Ah, como yo.
- ¿Qué? –mi corazón latió un poquito.
- Yo me operé, ¿no sabías?
- Para nada.
- Sí, hace tiempo.

¿Mencioné que me gustan los miopes? No sé si es parte de la imprimación de mi primer enamorado o mi narcisismo isomeral, pero entre las cualidades que me gustan en un hombre la miopía es una de las que más me enternecen.

Ese noche fue martes. En la semana seguimos hablando por Whatsapp y Facebook, y el sábado quedamos para una semi maratón de episodios escogidos de Evangelion en su departamento, previa parada en Wong para abastecernos de cerveza.

El departamento de Dom queda cerca a mi casa, en el último piso de uno de los edificios de Barranco que mira a la quebrada Armendáriz. Me hizo un pequeño tour del lugar, todo bonito y decorado mucho más a mi gusto que su fabulosa casa de San Isidro.
- Por si acaso –dijo, cuando entramos a su enorme baño con walk-in closet –aquí tengo otro cepillo de dientes. –Se agachó al aparador debajo del lavatorio y sacó un cepillo de dientes azul, todavía en su paquete.
Sonreí, consciente de la implicancia.
- Gracias.

Nos sentamos en el gran sofá de la sala, uno al lado del otro, cada uno con su cerveza. Dom me ofreció la mano izquierda, que tomé con mi derecha. Me sorprendió y me conmovió su gentileza; imaginaba que si iba a pasar algo (obviamente imaginaba que iba a pasar algo) iba a ser mucho más dominante de su parte, y no el gesto dulce que fue.

Poco a poco fuimos acercándonos más; yo me apoyé en su hombro, él me abrazó, yo me saqué los zapatos y subí los pies encima del sofá, él apoyó sus piernas en la mesa ratona.
- Me muero de ganas de besarte. –dijo, mirando todavía el televisor.

Acaricié su mentón con la punta de mi nariz hasta llegar a la mandíbula y le di un beso suave en el cuello. Cogió mi mentón con sus dedos y me guió hasta sus labios. Nos besamos, abrazados, recostándonos en el sofá. El capítulo terminó, la cancioncita de Fly me to the Moon cantada por una japonesita anónima terminó también. El súbito silencio nos sorprendió.
- No vamos a seguir viendo, ¿no? –dijo, sonriendo encima de mí.
- No creo.
- ¿Quieres que ponga música?
- Sí.

Se levantó, sus medias azules contrastando con la alfombra crema hecha de retazos de piel de alpaca.
- ¿Sugerencias? –preguntó.
- Fleetwood Mac.
- Spotify. –dijo. Bajé la mano y toqué la alfombra, suavecísima al tacto.
- Qué rica es tu alfombra.
- Sí, ¿no?
Movió los pies y sonrió inocentemente, como una oveja.

“Gypsy” empezó a sonar en su equipo, tan perfectamente calibrado que se sentía como si el sonido nos estuviera envolviendo. Regresó al sofá, echándose encima de mí con una sonrisa preciosa Nos caímos en cámara lenta hacia la alfombra, besándonos; su barba arañaba mi piel, su mano derecha aprisionaba mi muñeca izquierda por encima de mi cabeza, su mano izquierda detrás de mi cintura, mis dedos acariciaban su cabeza desde la nuca.

Hacíamos pausas, me arreglaba el pelo, se sacó la chompa y la mía (“levanta los brazos”, dijo, y por un momento pensé que me iba a sacar todo de un solo tirón, pero sólo mi chompa salió). Nos decíamos cuánto nos gustábamos y qué sorprendidos estábamos de lo que estaba sucediendo. Una media hora (o fácil dos horas después, no vi el reloj) nos separamos un ratito y nos miramos a los ojos.
- Tengo hambre. –dije, muy seria.
- Yo también. –respondió, igual de serio.
Estallamos en risas, él escondiendo su cara en mi cuello, yo abrazándolo con los dos brazos.

Fuimos a comer hamburguesas a un taller que queda muy cerca a mi casa, y después de haber acabado le dije que sería mejor que me fuera a mi casa. Caminamos de la mano por la calle, dándonos besos de vez en cuando, y fuimos al malecón a abrazarnos un ratito. Llegué a la puerta de mi casa a las 12 en punto, como cenicienta.

El sábado siguiente a ese era la fiesta de cumpleaños de Imago, y lo esperado era una reunión de la familia de trastienda, mi grupo de amigos. Por una u otra razón a lo largo del tiempo nunca había llevado a algún chico con el que estuviera saliendo a esas reuniones; en el momento había sido más por problemas logísticos, pero en retrospectiva me gustaba no haberlo hecho.

La mayoría de los hombres (Imago, Fenret, Loko, Caimán y los otros amigos de Imago) estaban jugando Smash mientras los otros miembros de la familia (Qaleidoscopio, su enamorado, Vikinga y yo) suplían las funciones que el anfitrión estaba demasiado distraído para cumplir. Dom iba a llegar después porque tenía una sala programada hasta las nueve de la noche, pero se apareció con un par de twelve packs de cerveza que lo hizo ser muy bienvenido en el torneo de la PC Master Race.

Después de dejar que gane y pierda un par de veces lo llevé a la cocina. Cortamos panes, pusimos chorizos recién salidos de la parrilla que Qaleidoscopio y su enamorado estaban manejando.
- Puede que no parezca, pero que estés aquí es un privilegio. –le dije en un momento.
- Sí lo sé.

La diferencia entre ese sábado de reunión íntima y la escena con la que me encontré en Cieneguilla era abismal. El fundo (no sé con qué otro nombre decirle) se veía a lo lejos, y el grupo de Dom estaba reunido en pequeños grupos de cinco o seis personas, cada uno con un trago preparado por un barman, un trecho muy largo desde mis amigos con cervezas jugando play en la sala de su casa.

Nos unimos al grupo de Gustavo, el mejor amigo de Dom. La conversación fluía ininterrumpida, convenientemente sazonada por indiscreciones de origen alcohólico que sólo se harían cada vez más frecuentes con el pasar de las horas. La honestidad y su hermana melliza la indiscreción son de las más peligrosas hijas adoptivas del alcohol y se encuentran especialmente presentes en grupos de amigos que se envidian secretamente.

Años antes las personas de ese círculo social me intimidaban, especialmente las mujeres perfectamente arregladas y conscientes de ello; ahora que muchas de su tipo eran mis pacientes lo que sentía era una honestísima indiferencia. El tema de conversación del momento era la dificultad de una de las enamoradas/esposas de los amigos de Dom para colocar los últimos dos cachorros de la camada que había tenido su perra, una Jack Russel Terrier de pura raza.
- Ya no sé qué hacer con las últimas dos. –dijo ella. Volteó a mirarme y un pensamiento la sorprendió. – ¿Tú no quisieras una?
- No gracias –dije. –Ya tengo a Rex. Es... –me interrumpí. – ¿Espera, las estás regalando?
- Sí.
- ¿Jack Russell Terrier?
- Sí.

Saqué mi celular de la cartera y busqué mi lista de contactos, Mary Condori.
- Yo no lo quiero, pero justo mi… –me volví a interrumpir, mirándola. –Voy a llamar, un ratito.

He de confesar ante ustedes hermanos que por un par de estúpidos segundos se me ocurrió a pensar en las reservas sociales que considerarían inapropiado que una cachorra finísima, controlada con ecografías en su embarazo y con collar de cuero hecho a medida fuese a terminar de mascota de una empleada del hogar en San Juan de Miraflores. Gracias a Dios recuperé el sentido lo suficientemente pronto para no sólo darme cuenta de que la perrita sería probablemente más feliz en San Juan de Miraflores, libre y capaz de hacer amigos en vez de restringida a una correa, sino de que de repente 1) el perrito de Mary ya había regresado a su casa o 2) ella no quería un cachorro de repuesto.

Mantuve mi celular en la mano un momento, mirando el paisaje, y me distraje con la sombra de un caballo negro que se veía a contraluz. Me acerqué a la verja que nos separaba, hecha de madera sin pintar; el caballo no me hizo caso alguno.
- Lindo, ¿no? –dijo Dom, acercándoseme con dos copas de vino.
- Hermoso. ¿Es para competencias? No parece de trabajo.
- No sé. ¿Quieres que le pregunte a Augusto?
- No. –volteé, sonriendo. –Quédate conmigo. –bajé mi mano derecha y Dom la cogió.
- ¿Te he presentado a mi papá? –preguntó.
- Nope.
- Debería.
- ¿Deberías? –Hacerme la tonta no me sale bien con un par de tragos encima.
Me miró con la certeza de quien sabe que está cogiendo una mentira. Tomó un sorbo de su copa, dejándome entender lo que no era necesario explicar.

Un mozo se nos acercó a decirnos que la parrilla ya estaba lista y súbitamente recordé que hacía menos de tres horas el primer insulto que había salido de su boca era cholo de mierda, y yo soy chola.

- ¿Te puedo hacer una pregunta incómoda? –dije.
- ¿Cuándo alguna de tus preguntas no ha sido incómoda?
Reí.
- Dale, pregunta. Tengo una idea de qué se trata.  
- Tú sabes que soy chola, ¿no?
- Eres trigueña, sí. –dijo, sorprendido. Aparentemente la idea que tenía no era la misma que yo.
- Trigueña, sí.
- ¿Por qué preguntas esto?
- Porque no le dijiste trigueño de mierda al que te cerró en la Vía Expresa.

Dom tomó aire, bajó la mirada y apoyó su copa en la verja. Pensé que se iba a quedar callado; el Dom de antes lo hubiera hecho.
- No quise ofenderte cuando dije eso. No pensé, no te consi –se cortó.
- No me consideras chola. –completé.
- Es diferente, el imbécil casi me choca.
- Sí sé, pero no le dijiste imbécil ni estúpido ni cojudo, le dijiste cholo de mierda. –respondí, con un tono de ligera decepción.

Guardamos silencio, pero nuestros dedos seguían entrelazados, nuestras manos unidas con la misma fuerza.

- ¿Tienes miedo de que haga lo que Leo hizo contigo? –preguntó Dom, rompiendo el silencio.
Me cogió desprevenida. Pensé unos instantes, sintiendo una sorprendente claridad.
- En realidad tengo más miedo de que hagas conmigo lo que hiciste con Mariana. –dije.
Sonrió, consciente de sí mismo.
- No creo que suceda. –dijo. –Específicamente porque yo no soy Leo y tú no eres Mariana.
- Cierto.
Apoyé mi cabeza en su hombro y pasó su brazo por encima.
- ¿Quieres, Gabriela, estar conmigo, Dominic?
- Sí.

Esa fue la primera vez que alguien me preguntó si quería ser su enamorada. Sí, yo sé, he tenido enamorados antes, pero la determinación de nuestra situación nunca había sido en forma de pregunta; la primera vez me gritaron, la segunda me informaron, y las dos relaciones estables que tuve después fueron tácitas, en esa indeterminación resbaladiza que me hacía sentir permanentemente insegura. Las palabras y la formalidad que conllevaban tenían un peso muy valioso para mí.
- Mañana te recojo a la una. –dijo. Miró mi chompa, como si recordara algo. – No me contaste qué pasó con la blusa rosada.
- Mary casi la quema.
- ¿Mary?
- Mi empleada.
- ¿Así? ¿Qué le dijiste?
- Nada. –tomé un sorbo de vino. –Estaba teniendo un mal día. Se le cayó el pyrex de mi mamá, se cortó el dedo mientras estaba cortando la carne…
- ¿Y no le dijeron nada?
- No, es que está triste, antes de ayer se le escapó su perro.
- Pero eso no es motivo…
- Estaba llorando mientras lavaba la ropa. No te pases, si Rex se perdiera yo también me pondría así.

Dom hizo una mueca que asumo que quería ser de empatía y yo levanté su mano para darle un beso.
- La esposa de Augusto tiene un par de cachorras que le sobran. –dije.
Dom chuckled; sí, sorry por el Spanglish pero no puedo encontrar una palabra exacta para definir la risa corta que no es sonrisa pero tampoco carcajada ni risa risa.
- Me parece una excelente idea. –dijo, con la misma mirada de niño rico consentido que le conocí en el pabellón.

Le di un beso en los labios y saqué mi celular. Mary no contestó a la primera (me mandó a buzón de voz) pero en el segundo timbrazo de la segunda llamada escuché su voz aguda.
- ¿Sí Grabielita?
- Mary, ¿ya has conseguido un nuevo perrito?
- No, Grabiela, todavía estamos buscando.
- Una de las amigas de mi enamorado –esa frase sonó increíble –tiene una cachorra que está regalando. Es hembra, y es pequeña, no va a crecer mucho. ¿La quisieras?
- ¡Ay Grabiela! Gracias, muchas gracias, te lo voy a agradecer.
- Perfecto. Conversamos el lunes.
- Muchas gracias, Grabielita. Que el Señor te bendiga.
- A ti también Mary, cuídate, nos vemos.

Colgué, metí de nuevo mi celular en la cartera y le di un beso en el hombro a Dom. El atardecer estaba llegando sin el dramatismo de las nubes naranjas del verano, pero de todas formas la luz dorada del sol que se escondía hacía que el paisaje se viera hermoso.

- ¿Todo esto es de Augusto? – pregunté, señalando la vista con la cabeza.
- De su papá, sí. Enorme, ¿no?
- Sí… es increíble. Deben tener muchísimo dinero.
- Yo también. –respondió, una sonrisa autosuficiente. –Y soy hijo único.
- Lo sé.

Regresamos al grupo y comimos la parrillada, que estaba excelente y sabía aún mejor porque Dom me dio de comer cada bocado. Me enteré de detalles de la vida privada de personas desconocidas, tomé una cantidad indeterminada de copas de vino, consecuentemente fui más de dos veces al baño (que era muy elegante y estaba ecuestremente decorado) y a eso de las diez Dom me apretó la mano, comunicándome que ya nos íbamos. Me despedí afectuosamente de todos mis nuevos conocidos, especialmente de María Fe, la esposa de Augusto, porque habíamos quedado que Dom iba a recoger a la cachorra el lunes.

Ya estábamos a mitad de camino en la manejada de vuelta a Lima cuando puso pausa en su música.
- Pon lo tuyo. –dijo, desconectando su celular.

No existe el hombre perfecto. Su gusto en música es excelente para una fiesta de sábado en la tarde en la playa y no está nada mal para cantar en el carro, pero de vez en cuando me gusta escuchar indie o recordar mi pasado affair gótico - metalero. ¿Pido mucho? Probablemente.
- Siempre he pensado que te gustan cosas raras. –dijo, mientras conectaba mi celular.
- Tienes mucha razón.

Puse The Killers, Mr. Brightside. Quería ir despacio; ya habría tiempo para el metal industrial alemán.
- Poooota qué buena canción… –empezó. –Pensé que ibas a poner un huayno para matarme un poco.
- ¿Qué?
- Nada, nada, me encanta esta canción, hace años que no la escucho.
- Acabas de ponerme en jaque.
- ¿Por qué?
- No tengo ningún huayno aquí.
- ¿Ah no? –dijo, haciéndose el sorprendido. – ¿Ni música criolla?
- Eva Ayllón, creo. –cogí mi celular y busqué “Eva”. Eva Ayllón, Evanescence, Evans the Death.
- Un año en Pomabamba y ni un huayno. –dijo, con un poco de sorna; asumo que se sintió reivindicado. – ¿Tienes algo de Grupo 5?
- No. Sé que el hermano menor fue a Berklee e hizo que su orquesta sinfónica tocara la música de Grupo 5.
- Ala mierda, ¿en serio?
- Sí.
- ¿Dónde te enteraste?
- El Panfleto. –un pasquín SanchezCerrista de antropología práctica experto en meter el dedo en la llaga urbano marginal peruana.
. ¿Te sabes la letra de esta? He takes off her dress, now, let me go… –empezó a cantar.
- And I just can’t look, it’s killing me and taking control. –seguimos los dos juntos.

Cantamos a voz en cuello, el camino libre, acercándonos a la noche de cielo rosado limeña. Sonreí y reí, mi corazón henchido de felicidad; me di cuenta que ese momento, los dos en el carro, era uno de los momentos que iba a recordar el resto de mi vida.

Cuando Mr. Brightside terminó desconecté mi celular y conecté el suyo.
- Pon Grupo 5. –dije.
Sonrió y no dijo nada. Tampoco necesitaba hacerlo.

Metal industrial alemán; tengo varios amigos alemanes que ni siquiera saben que existen esos grupos en su país y se saben la letra completa, en español, de La Camisa Negra. Asumo que por eso somos amigos: el que considero mi refinado gusto es sumamente ignorante de la realidad mucho más cercana que me rodea.

Mientras Dom cantaba con bastante sentimiento una estrofa (es bien afinado, de verdad canta bonito) me acordé de un documental que había visto hacía años, Sigo siendo. Es sobre la música tradicional peruana, selva, sierra y costa, norte, centro y sur. Había un violinista excelso cuyo trabajo de día era heladero; me acordé que había pensado que de repente lo había visto alguna vez en los caminos de Lima, y jamás habría reparado más de un segundo en él. Probablemente si me hubieran pedido una opinión en frío no se me habría ocurrido que un personaje tan anodino podría ser capaz de tal belleza.

Miré fuera de la ventana, buscando a las personas que nos rodeaban, los pasajeros de micros regresando cansados a sus casas o tal vez saliendo a trabajar la noche. ¿Qué canciones escuchaban ellos? ¿Cuáles eran las letras que cantarían con sentimiento? ¿Qué escucha Mary cuando escucha música, por ejemplo? ¿Con qué canción llora? La mujer pasa siete horas de lunes a sábado en mi casa hace siete años y ni siquiera sé cuál es su grupo favorito.

Llegamos a mi casa y Dom estacionó frente a mi garaje. El imbécil del Audi blanco de al lado estaba a punto de estacionarse bloqueando mi garaje, como hace a menudo, pero al ver la camioneta Porsche retrocedió y se estacionó en su lugar.
- Sana y salva, en la puerta de tu casa. ¿Te acompaño?
- Hoy no. Mañana.

¿La verdad? Sí, quería que fuera especial y todo pero digamos el 80% de mi negativa tenía que ver con que no me había depilado.  

- O.K. Mañana te recojo a la una. Y después vamos a mi casa.

Sonreí de manera cómplice y lo besé con ganas; fue difícil no decir a la mierda, que entrara, pero sólo tenía que esperar medio día más.

No voy a entrar en detalles, pero la (cortísima) espera valió absolutamente la pena y mucho más.
Miré fuera de la ventana, buscando a las personas que nos rodeaban, los pasajeros de micros regresando cansados a sus casas o tal vez saliendo a trabajar la noche. ¿Qué canciones escuchaban ellos? ¿Cuáles eran las letras que cantarían con sentimiento? ¿Qué escucha Mary cuando escucha música, por ejemplo? ¿Con qué canción llora? La mujer pasa siete horas de lunes a sábado en mi casa hace siete años y ni siquiera sé cuál es su grupo favorito.

Llegamos a mi casa y Dom estacionó frente a mi garaje. El imbécil del Audi blanco de al lado estaba a punto de estacionarse bloqueando mi garaje, como hace a menudo, pero al ver la camioneta Porsche retrocedió y se estacionó en su lugar.
- Sana y salva, en la puerta de tu casa. ¿Te acompaño?
- Hoy no. Mañana.

¿La verdad? Sí, quería que fuera especial y todo pero digamos el 80% de mi negativa tenía que ver con que no me había depilado.  

- O.K. Mañana te recojo a la una. Y después vamos a mi casa.

Sonreí de manera cómplice y lo besé con ganas; fue difícil no decir a la mierda, que entrara, pero sólo tenía que esperar medio día más.


No voy a entrar en detalles, pero la (cortísima) espera valió absolutamente la pena.

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